Cada viernes se paseaba como un barco sin rumbo
dando tumbos de bar en bar por “La Zona” con la misma camisa de cuadros, el
sombrero de panamá, los pantalones “pachuco” y bañado de aquel dulce aroma de
Vetiver que usaba para disimular el tufo.
“El
veterano de los boeprines me decían”, con esa frase que parecía ser su
tarjeta de presentación rompía el hielo con cualquier solitario parroquiano que
encontrara sentado en la barra de turno. En efecto lo había sido, no quedó un
burdel de moda, una casa de cita o una prostituta conocida de los años ’70 que no
hubiese sido suya.
Un caluroso domingo de verano había ganado el
premio mayor de la lotería y sin pensarlo dos veces derrochó en un año hasta
el último centavo entregándose a la bebida y los cueros. Como un reloj suizo se
levantaba a las once, desayunaba en el antiguo comedor chino frente al parque Independencia,
cruzaba a la barra Paco por la primera cerveza del día y empezaba su ruta de
prostíbulos que se extendía hasta entrada la madrugada.
Había echado a un lado trabajo, mujer, hijos y amigos
para entregarse de lleno a los placeres del sexo y la “buena vida”; hoy, casi medio siglo después, con la puesta del sol de
cada tarde y en el ocaso de sus días, Marino cuenta con un entusiasmo de adolescente
como si fuese un episodio de esta mañana, las historias de aquellos pubis peludos
donde se sumergía cada noche en su burdel de turno.