Tenía los labios cuarteados y los dientes tan amarillos que parecían
el reflejo de un atardecer de cuaresma. El abuso del cigarrillo le
habían opacado el pelo, enrojecido las pupilas y en las yemas de sus
dedos los surcos de sus huellas dactilares parecían una mala copia del
laberinto del Fauno.
No solo el terrible vicio de fumar
había hecho estragos en el otrora lozano rostro de Martha. La pobreza,
la falta de sueño, la "culebrilla" que le cortaba en dos la piel cada
verano y los polvos sin sentido de Manuel cada madrugada que laceraban
su sexo la habían convertido en un desecho humano.
La
mañana que amaneció sin pestañas y con el pelo chamuscado saboreaba el
café de una forma inusual, recordaba las estridentes risotadas con
Arancha, recordaba aquella sucia cartulina rosa donde ambas orinaron
como locas cómplices de travesuras sin fin apenas con cinco años.
El
viento del este que venía cargado de olor a muerte desde el matadero de
chivos de los Abreu, le recordaba sus cabalgatas vespertinas de
adolescente por los bateyes de La Romana acompañada de "Tio Andrés".
Había
escuchado tantas veces la historia de Arancha de la semana que ambas
nacieron que ya no sabía si la había inventado ella misma. El mismo mes
de mayo, la misma clínica, el mismo médico que había asistido a las dos
madres, una que había parido con dolor, la otra que por la posición
fetal de la niña había tenido que ser intervenida con una cesárea de
emergencia.
Había escuchado tantas veces la historia de
aquella niñita de color que su propia madre reclamaba sin siquiera
conocerla que a veces despreciaba su propio color de piel.
Había
escuchado tantas y tantas veces el nombre de Arancha en el colegio que
antes de que coincidieran en el mismo curso ya la odiaba y la amaba.
Había
escuchado tantas veces los rezos del rosario de aquel novenario
inconcluso que los recitaba sin pensarlo alzando su propia voz como si
fuera una de las "lloronas" contratada por su tía Milagros en el
velatorio de Midalma.
De pronto, mientras inhalaba aquel
humo de cigarrillo negro recordaba el día que comenzó a orinar de pies, y
recordó la pitonisa, y de nuevo cayó en cuenta que el final estaba
cerca. Y apagó el cigarrillo y rezó en silencio el Padre Nuestro como lo
rezan los condenados a la horca. Y en sueños despierta escucho a la
bruja, y comenzó a escribir.
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